Ciudad Caracas.- Con mi amigo, el profesor Jorge Dávila, conversé en Trujillo sobre la posibilidad de reflexionar sobre el existencialismo. No con miras a reintegrarlo en nuestra época en el sentido de interpretación histórica, psicológica, estética, sociológica, o elección de proyecto de vida filosófica, sino para entender y diferenciar los matices conceptuales de los pensadores franceses y alemanes. E interpretar si de algo sirvieron los esfuerzos teóricos de esa generación para hacer inteligible el testimonio filosófico de una época y el modo de existencia en Francia, el resto de Europa y América.
Amigo Jorge, en el presente artículo no pretendo abordar directamente un pensador existencialista como me gustaría hacerlo, ni mucho menos interpreto un fenómeno literario en particular; inicio mis reflexiones sólo después de leer Cuaderno paralelo del escritor cubano Roberto Fernández Retamar. Leo el libro en Primera Edición (1973). El poeta y sus amigos viajan desde Cuba a filmar la guerra de agresión de los Estados Unidos contra la República Democrática de Vietnam (1970). De esa experiencia nacen los poemas de Retamar. La lectura de esos poemas fue el «dispositivo» que me impulsaría a escribir mis reflexiones con la promesa de prolongar una escritura resultante de un dialogo sostenido con tu palabra. Por esta razón, extraña a los fines propuestos, doy a mi escrito el título: «Utilidad de la poesía.»
I. Hoy me pregunto si podría hablar en nombre de la poesía, hoy y sólo hoy, frente a estas tres cruces de madera, encaramadas a fuerza de piedad en loma pedregosa, lo más cercanas de la esperanza y distantes de la ventana por donde miro soledades. Hoy cuando la guerra y las invasiones a los pueblos del mundo son tan claras y directas que parecen ser un espectáculo de purificación incesante de la maldad humana.
Hoy me pregunto si la poesía puede crecer en medio del proyecto consciente de destrucción del planeta. Es una realidad a la que el poder imperial y la aplicación de políticas genocidas han transfigurado en una abstracción bajo el dominio de las «técnicas de envilecimiento». Las mismas consisten en la ejecución de dispositivos de controles para atacar, reducir y adormecer a las personas hasta el grado de hacerlas inservibles, alienadas, víctimas del consumo, la desesperación y carentes de pensamiento crítico.
El cine, la televisión, los libros, la ciencia, la prensa, la radio, internet, la tecnología, las redes sociales, la publicidad, la seducción y los templos del consumo, cuando están dominados por intereses económicos y por el poder político de una minoría que pretende imponer la hegemonía de la dominación, orientan sus producciones y aplicabilidades hacia la banalización de los problemas que la política armamentística produce y encubre en el juego de apariencias benefactoras. Para extender el uso que da Walter Benjamin a la crítica de la reproducción del arte, las realizaciones del ser humano han perdido el «aura» y ahora las modernas formas de cosificar las manifestaciones del arte copian la reducción al absurdo frente a la exaltación del progreso.
El espíritu de abstracción y las técnicas de envilecimiento están ligados fundamentalmente a la guerra, como bien lo medita el filósofo Gabriel Marcel a propósito del avance del fascismo en Europa y de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos representan un modo de pensar endurecido, racista, excluyente, parcelado, de cilindradas tecnológicas que no dejan espacio para la contemplación, el pensamiento y el auténtico acercamiento entre los seres humanos. El motor de la guerra justifica el empleo de mecanismos tecnológicos con el propósito de justificar las invasiones y dar cabida a un período de recolonización con distintas modalidades de ejecución pero que sirven a los mismos fines de dominación de lo humano.
La guerra es espectáculo, negocio, aniquilación, error de objetivos, histeria del poder, fantasmagoría, purgatorio, mercado negro, liberación de los instintos reprimidos, estupidez danzante. La Segunda Guerra Mundial produjo una experiencia de extrañamiento, una epidemia psíquica del miedo y la soledad en medio de la incertidumbre y la desconfianza en el proyecto racionalista, que más tarde será cartografiado con detalles precisos, insistiendo en la promesa incumplida de felicidad del género humano que le ha cegado en su historia. Esta especie de barbarie de clima apocalíptico y morboso en que consiste la guerra, desencadena las fuerzas de la dignidad, la resistencia y la creación. Y por supuesto, el existencialismo francés surgió a propósito del estado de angustia que sobrevino a la experiencia de la guerra.
II. En la experiencia de los escritores y cineastas cubanos, la poesía encuentra belleza, testimonio y significado en los cráteres lunares después del lanzamiento de bombas por un B 52: «no quedó nada verde» y «las gallinas picotean en el fondo», escribe Retamar. La poesía halla en las cosas destruidas la memoria y los testimonios que describen la empresa colonizadora.
La poesía, de cara a la evidencia, deja una señal de la guerra y siempre más allá de su terrible lógica. La poesía vindica una ferviente esperanza en el ser humano y en sus realizaciones artísticas que están en la raíz de la experiencia, de abarcar lo que es universal y esencial en el hombre: el amor, la convivencia, la tolerancia, el respeto, la solidaridad, la paz, la caridad, la existencia. Leo un verso de Retamar: «Y la imaginación siempre hace las cosas peor, / Y sobre todo ocurre en otro reino».
Así, el conflicto bélico de los años cuarenta produjo en Europa relatos y poéticas de la guerra. El lobo estepario, de Herman Hesse retrata la escisión del hombre europeo producto de la guerra. Thomas Mann denuncia el estado de deshumanización de la catástrofe en sus ensayos; Heinrich Boll tanto en sus escritos periodísticos, crónicas, como en su novela ¿Dónde estabas, Adán?, narra el absurdo, la estupidez, la soledad del paisaje y las ideas raciales del conflicto bélico. Carl G. Jung destaca el elemento mítico (el dios Wotan) en los fundamentos del fascismo alemán. Los poemas de Paul Celán, las novelas de Sandor Marai, los diarios de Elías Canetti, A. Gide, R. Musil, relatan existencialmente las consecuencias de la guerra y el totalitarismo de los imperios.
Albert Camus narra en el Primer hombre, novela autobiográfica, episodios de la guerra argelina, los factores belicistas, inmigrantes y raciales franceses que atentaron contra la unidad nacional del pueblo argelino en los años cuarenta del siglo XX. Y en La peste, del mismo Camus, Juan Nuño, descifra la reproducción del fascismo utilizando la noción de cáncer, aún cuando los juicios políticos del filósofo expresan la ideología de un pensamiento reaccionario.
Saul Bellow en Hombre en suspenso, describe el conflicto existencial del protagonista que decide hacer de su experiencia subjetiva un acto de libertad frente a la incertidumbre de la post-guerra.
En esa suerte de escritura de la guerra, lo que se logra, en la unidad de la experiencia poética, es confiado a un testimonio.
Con la reintegración de la poesía, la humanidad terminaría reclamando, desde dentro, una estética, que no nace inmediatamente del problema de la guerra sino del de la existencia en general, dado que ésta se organiza según experiencia vital, de acuerdo con una comprensión que es percibida y que en definitiva revelaría una originaria adhesión del hombre, correlativa al testimonio, a la evidencia y a la esperanza.