
En la Miguelángel de Bello Monte, un muro
de sacos de arena cierra el paso. La calle llena de escombros de una
batalla sin bando contrario. Hollín, vidrios rotos, fachadas
vandalizadas y un árbol que ya no dará sombra tirado en medio, porque
están en guerra, y en las guerras las calles lucen así de destrozadas, y
como no viene el enemigo a destrozarlas, las destrozan ellos mismos, y
se encierran en su desastre de cuatro cuadras, con olor a caucho
quemado, a caos irreversible, su ombliguismo diciéndoles que el país
está en guerra, porque ellos son todo el país.
Más allá, en Altamira, los encapuchados
cobran peaje a quienes pasen por ahí. Aunque paguen, son obligados a
donar sus teléfonos son pena de terminar con el carro y la cara
destrozada. Los vecinos no saben cómo quejarse sin que se mal interprete
su queja y terminen pareciendo chavistas, cosa peligrosísima en las
zonas autositiadas.
En otras ciudades, algunas urbanizaciones
de clase media (nunca en el Country Club) también juegan a la guerra,
encerrándose, tragando el humo de su basura quemada y sacándose fotos
para que el mundo sepa que #SOSVenezuela.
Más allá de la barricada la cotidianidad
fluye sorteando trancas, cada vez con más escombros y menos gente. Hace
unos días, sin son ni ton, los colegios privados volvieron a ver sus
aulas llenas de esos niños cuyos padres juraron que no volverían a clase
“hasta que hubiera libertad”. Y así, más allá de las pocas y lejanas
barricadas, quienes oootra vez creyeron a sus dirigentes el vano y
repetido juramento de que esta vez sí iban a tumbar al gobierno; los se
sumaron a la causa con su cacerola y su gorra siete estrellas; sesenta
días más tarde, sin avances, cansados, frustrados, menean un café
convencidos de que “aquí no pasa nada”, pero, como la esperanza es lo
último que se pierde, se aferran al autoengaño de la foto de la
barricada de Las Mercedes que les llegó por Whatsapp: “Aquí no, pero
Caracas está que arde”.